miércoles, 11 de julio de 2012

La Mirada Extrañada



"Entre la vida y yo hay un cristal tenue.
Por más claramente que vea y comprenda la vida,
no puedo tocarla." (Fernando Pessoa)

La paradigmática primera novela de Mishima Confesiones de una Máscara, misma que le valió ser parte de la crema y nata de las letras niponas después de ser relegado al olvido de los niños prodigio que dejan de serlo –niños, no prodigio-, clasificada por el autor como su primera autobiografía, es atrevida pues no sólo hace una profunda reflexión acerca de un tema tabú, como lo era y en parte sigue siendo la homosexualidad, sino que lo relaciona directamente con él, aunque por entonces no se creyera que se refiriese a él mismo -en Japón se empezó a sospechar que el protagonista sin nombre era el propio Hiraoka tras la aparición de la foto en la que imita la imagen del San Sebastiano de Guido Reni-, pues se suponía impensable que un escritor cometiese semejante riesgo.

La obra cuenta, focalizándose en la psicología del personaje, el descubrimiento de su diferencia (antes hace un paneo general de quién es y sus primeros años, así como su vida y algo de la historia familiar y propia, que nos permite darnos una primera imagen del personaje). La trama inicia con el descubrimiento, no consciente, al menos no en ese momento, pero sí el que marca para el narrador –la obra está escrita a modo de autobiografía- la revelación de su “naturaleza” y el proceso de asimilación, desde el no saber, hasta una aceptación velada: sólo le atraen sexualmente los hombres, el amor, casto, puro y bello –tal vez ideal- lo siente por hacia las mujeres, al menos por una, a la que finalmente pierde.

Pero más allá de lo autobiográfico de la obra y del análisis intensivo al que se somete el narrador, rasgo que comparte con El Pabellón de Oro, desde el que reflexiona sobre aquello que lo hace sentirse ajeno a lo “normal” –ya desde una condición sexual considerada aberrada en ese momento o defectos físicos acomplejantes-; es el YO que establece Mishima a través del narrador, esa voz totalizante y totalitaria que no deja lugar a dudas ni campo a nuevas interpretaciones, el rasgo más distintivo de ambas obras.

La construcción de yo empieza por definir aquello que no soy, eso que está por fuera de mí y me hace diferente a lo que me rodea, pero también tiene una faceta de reconocimiento en el otro, de tal forma que hallo similitudes que me permiten comprender el mundo y pertenecer a él. En los personajes elaborados por Mishima en Confesiones de una Máscara y El Pabellón de Oro se muestran un claro quiebre frente a este proceso, ya que en ellos la segunda fase, el reconocimiento, no se da de manera natural y la trama se desarrolla a través de esa mirada alienada que busca encontrar el porqué de su diferencia –al mismo tiempo un don y una desgracia-.

Esa búsqueda hará que el narrador se someta a un meticuloso análisis, en el que todo gesto compartido con el lector será explicado y puesto en perspectiva, organizado según unas coordenadas precisas que harán encajar todo en un cuadro de significación que ha sido esbozado desde el principio. Para hacer esto no deja cabos sueltos: todo lo “mostrado” en el libro, tendrá alguna explicación según esa búsqueda de sentido, nada se saldrá de esa intención y todo formará parte de ello, los personajes, el paisaje, la historia e incluso el lector mismo, al que no le queda más opción que seguir el juego del narrador sumergiéndose en ese enorme Yo que, para efectos prácticos, también lo atraviesa.

El lector es un actor pasivo. Sentado tras los ojos de un narrador que recuerda con lujo de detalles su vida y más que ésta en sí, el proceso transformador del que va dando cuenta según transcurren las páginas, así el protagonista innombrado de Confesiones tanto como el Mizoguchi de El Pabellón, nos harán testigos del descubrimiento de su homosexualidad y su locura respectivamente, así como las obsesiones típicamente niponas que unen a los dos personajes: la belleza, la muerte, el honor –trabajados desde una interpretación e intensidad propias-, junto con las más occidentales: interpretación del yo y del mundo a través de él.

La lucha que libra el personaje es interior, es decir, no hay un agente externo que lo haga entrar en conflicto, por más que una guerra mundial sea el marco referencial de ambas obras. Los narradores luchan contra su “naturaleza”, batalla que al final pierden, en busca de encajar en lo normal, concepto que aunque parecen añorar, también desprecian: las masas suelen ser idiotas, llenas de condicionamientos, carentes de valores estéticos, estancados en la inacción mientras el mundo se mueve y se pierden las tradiciones, los marcos referenciales orientales frente a un occidente que se impone con brutalidad y al que todavía no tienen acceso o no han logrado interpretar, es decir, el Yo rechaza la decadencia, la inercia y el conformismo con que los normales asumen el Japón de la posguerra.

Y es desde esa especie de exasperación, ese fastidio que muchas veces llega del asco a la incomprensión, que se abre la ventana desde la que divisamos el mundo en el que el narrador se mueve, ese mundo que rechaza y ama, donde confirma su singularidad y ratifica sus anhelos. Un mundo interpretado, tal vez sobre interpretado, saturado de su yo; meramente esbozado para servir de marco y, a veces, de anclaje. Un mundo finalmente minimalista, pues sólo existe en lo concreto, lo directamente asociado a ese Yo que, a pesar de todo, sigue siendo influenciado por ese agente externo que no termina de tolerar, pero al que debe someterse.






En estas obras de Mishima no se encuentra de manera clara una crítica social, si bien hay una interpretación de mundo ésta se asocia al descubrimiento del ser, no a querer mostrar una definición de la realidad. La relación que establece entre lo de adentro y lo de afuera está imbuida de extrañeza, de incomprensión e incluso miedo, pero también de fascinación y reafirmación constantes, que, en últimas, muestra al ser contemporáneo como una especie de visitante, un ser ajeno a una realidad que no termina de asimilar –por la pérdida de referentes- pero de la que hace parte y acepta con calma pero sin entusiasmo.

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