martes, 8 de mayo de 2012

Kinkakuji: El Pabellón de Oro

Un ser aislado del mundo, perdido entre sombras que lo miran con desprecio; el estar siempre buscando pertenecer a un todos que no termina de cobijarlo, tanto porque él se percibe diferente como porque la idea de estar dentro de la normalidad le aterra -más que su soledad-. En últimas es un exilio buscado, doblemente logrado porque Su verdad lo repele.

Basado en una historia real, Mishima recrea en esta novela la quema del Kinkakuji hecha por un monje loco, sumergiéndonos en el dilema ético de Mizoguchi -el monje, en este caso aprendiz- que lo lleva a incendiar el templo.

La novela avanza lentamente y da cuenta de los cambios psicológicos que surgen en el personaje conforme descifra el significado de la belleza en su vida, mientras urde la trama que llevará a Mizoguchi a no encontrar más salida que quemar el Pabellón, al que ha venido simbolizando como la belleza en sí -es decir, para él se construye como un ente metafísico, como una Verdad, como Su verdad. Sin embargo, y es ahí cuando se intensifica la historia, la visión del Pabellón se interpone entre la vida y el Yo, pues tal y como fue concebido por él, no puede admitirlo debido a que es feo y tartamudo. 

Ése es el dilema del aprendiz de bonzo: por un lado está la construcción del significado de belleza que ha forjado sobre el Pabellón y por otro lo que es él, o más bien lo que se considera. Ambos lados opuestos, cada uno la negación del otro. Por un tiempo el protagonista puede vivir así, acepta la visión del Pabellón como el ideal inalcanzable y se conforma, encuentra medios para hacerlo cercano -como la fragilidad ante la guerra mundial-, pero llega un momento en el que Mizoguchi no puede seguir aislado de la vida, sobre todo cuando comprende que la soledad en la que ha crecido no es inherente a él: el mundo puede aceptar su tartamudez y fealdad. Nuevas posibilidades se extienden más allá del imposible Pabellón, pero Su Pabellón, no está dispuesto a aceptarlo: cada vez que la vida le da una nueva oportunidad se alza con toda majestad impidiendo cualquier acercamiento. ¿Qué hacer cuando la belleza se interpone entre el Yo y la vida? La respuesta se alza simple y nítida: matar la belleza.


Los rastros de  lo contemporáneo son visibles desde el inicio de la obra, pues lo que relata la novela es el conflicto interno de Mizoguchi; asistimos a sus cambios, que si bien están asociados a factores externos son sólo perceptibles en la mirada a su Yo. Toda la trama se centra en la psiquis del personaje, en el lento proceso de transformación que lo lleva de ser un espectador de la vida -la aceptación de la Belleza que representa el Pabellón- hasta decidirse a ser el protagonista de su historia.

En últimas la historia de este personaje no es más que la exteriorización de un drama interno sin resolver: la proyección de la belleza como algo ajeno e inalcanzable pero ideal que es vedado por él mismo al no poder aceptarse como e intentar explicar su malestar a través de un rechazo al mundo del que cree no ser parte, del que se siente despreciado. Finalmente, al confrontar el mundo descubre sí hay lugar para él, por tanto el ideal es errado, pero, nuevamente exterioriza el conflicto por lo que el único camino que se le ocurre viable para liberarse del Pabellón es quemarlo. 

Es cierto que hay algo de crítica: la pérdida de los valores budistas -que no son expresadas por el personaje-, la invasión sufrida tras la derrota -más vista como un cambio de las costumbres-, una especie de transgresión a la que asisten los japoneses con la cabeza baja; y una extendida mediocridad, algo como asco, un tinte gris que tiñe todo y lo deja medio en ruinas, desdibujado, lleno de símbolos huecos que no dicen nada o han perdido su significado original, una tradición atropellada de la que queda una estructura vacía. Al final de cuentas es la pérdida del orgullo y con él, de la identidad.

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